Por Gregorio Montero
Con el surgimiento de la teoría del Estado de Derecho, y su institucionalización en Francia, como legado fehaciente de la Revolución Francesa, en procura de despersonalizar el ejercicio del poder expresado en el monarca, estableciendo formas jurídicas que sirvieran de fundamento a la organización política y administrativa del Estado, surge también la necesidad de establecer y desarrollar un sistema normativo dirigido a disciplinar la organización y el funcionamiento de la Administración Pública, denominado Derecho Administrativo. El Derecho Administrativo, en tanto rama del Derecho Público, encuentra su incuestionable certificado de consolidación en la Sentencia Blanco, pronunciada por la Corte de Controversias de Burdeos, Francia, en febrero de 1873.
Entre contradicciones conceptuales y doctrinarias, el Derecho Administrativo dio inicio y profundizó su proceso de desarrollo, hasta alcanzar hoy el reconocimiento, casi unánime, de todas las sociedades del mundo, como sistema de derecho que tiene por objeto de estudio la Administración Pública; aquello que en su origen conocimos como un instrumento para la distribución y contrapeso en el ejercicio de las competencias que dimanan de uno de los poderes del Estado: las del Ejecutivo, hoy se ha convertido en un instrumento garantista del debido funcionamiento de los órganos y entes públicos y de la seguridad jurídica.
La evolución y consagración del Derecho Administrativo ha significado un hecho trascendental para aquellos países que más han avanzado institucionalmente, pues el mismo ya no solo se dedica a establecer los principios, las normas, los sistemas y los procesos y procedimientos que sirven de base a la organización, funcionamiento y relacionamiento interno y externo de los órganos y entes públicos; en el siglo XXI, esta rama del derecho se ha constituido, además, en un instrumento para el control del ejercicio del poder político. Sin el avance del Derecho Administrativo, la aplicación de la Constitución Política o del Derecho Constitucional es poco probable.
Es que, en el Estado Moderno, el cual se cimienta en las cláusulas social, democrática, de derecho y de justicia, el Derecho Administrativo es determinante para reconocer y describir los principios generales, tradicionales y modernos, que dan esencia a la Administración Pública, dentro de los cuales, como tradicionales, relucen el principio de interés general, antes conocido como interés público, el de legalidad, evolucionado hoy al de juridicidad, el de igualdad, el de economía, el de mérito, entre otros; como principios modernos, se destacan los de eficiencia, transparencia, participación, innovación, responsabilidad y buena administración.
Como consecuencia de cada uno de los principios citados, para su concreción, el Derecho Administrativo del siglo XXI se encarga de sistematizar un ordenamiento jurídico amplio, que establece normas relacionadas con la organización o el diseño y rediseño de las instituciones públicas, con el empleo público, la profesionalización y la carrera administrativa, con los derechos de las personas en su relación con las instituciones gubernamentales y los procedimientos administrativos, con el acceso a la información, la mejora regulatoria, la simplificación de trámites y el gobierno digital; también, establece normas asociadas a los sistemas de contrataciones públicas a los controles legales, administrativos, financieros y jurisdiccionales de la actuación de los funcionarios públicos, así como al régimen de responsabilidades en la Administración Pública: política, penal, civil o patrimonial y administrativa o disciplinaria.
En el orden de lo anterior, en nuestro país se ha producido en los últimos veinte años una especie de revolución en cuanto a la aprobación de normas: leyes y reglamentos, dirigidas a disciplinar con mayor precisión la organización y actuación de los órganos y entes públicos, y de sus funcionarios, y procurar con ello la reducción de los ámbitos de discrecionalidad administrativa, la que ha llevado con frecuencia a anteponer el interés particular al general y, como consecuencia, a la comisión de hechos de corrupción en el sector público, que desdicen, penosamente, de un Estado y una sociedad civilizados.
Esta construcción normativa alcanzó su máxima expresión en la reforma constitucional del año 2010, la cual dedicó un tratamiento nunca visto a la regulación fundamental de la Administración Pública, estableciendo principios y postulados centrales que condicionan el desarrollo mediante leyes adjetivas, por lo que se afirma que es dicha reforma la que, precisamente, ha establecido las bases para el nacimiento y la consolidación del Derecho Administrativo en la República Dominicana.
Ahora bien, el Estado de Derecho no solo se nutre de la aprobación de normas, tan importante como ello es la aplicación de las normas que se aprueban; ahí radica uno de los desafíos más sentidos de la sociedad dominicana, y que con más fuerza pone a prueba la institucionalidad: el cumplimiento del ordenamiento jurídico. Como sociedad hemos sido muy dados a violar las normas y a ser muy permisivos antes las violaciones. Siempre hemos afirmado que el Estado de Derecho resulta más dañado cuando se violan las normas vigentes que cuando no se cuenta con ellas, pues violando las normas existentes, el Estado cae en descrédito, tanto como la propia sociedad.
En estos tiempos, una Administración Pública civilizada implica un orden jurídico sólido, que releve su naturaleza vicarial, en aplicación constante y sin subterfugios. Para presumir de una Administración Pública civilizada, requerimos de instituciones y funcionarios públicos que vuelvan sobre su propia legalidad, es decir, que sean civilizados. Para lograr esto es necesario construir un Derecho Administrativo que sea capaz de evitar arbitrariedades, que imponga el diseño y ejecución de políticas públicas inclusivas, que reivindique la justicia social, que propicie la democratización de los órganos y entes públicos, que mejore los sistemas de rendición de cuentas; en fin, se requiere un Derecho Administrativo que juegue su rol, propio del siglo XXI: facilitar la vida a la gente.