Por Gregorio Montero
Con el filósofo Heráclito de Éfeso aprendimos desde la antigua Grecia que el cambio es la esencia misma de la vida, que la naturaleza de las cosas está, de forma ineludible, en transformación constante; el cambio abarca todos los movimientos que se producen alrededor de los fenómenos, puede ocurrir de forma natural o espontánea, o puede ser provocado por factores externos. De todo esto podemos y debemos colegir que, de una u otra forma, estamos condenados al cambio.
Hoy día se reconoce que la filosofía del cambio debe ser analizada desde distintas y variadas dimensiones: natural, histórica, social, política, institucional, entre otras; para este artículo importa la dimensión institucional del cambio, que, sin duda, está en estrecha relación con la política. Es preciso entender que el cambio institucional sirve de soporte a otras de las dimensiones del cambio, como la social y la política, es decir, ningún cambio político o social es efectivo si no cuenta con el respaldo institucional correspondiente.
Es sabido que en los planos político e institucional la teoría del cambio se ha convertido en un discurso atractivo, al que se acude con frecuencia, ante la necesidad permanente que enfrenta la Administración Pública de adaptarse a las nuevas realidades y demandas ciudadanas; pero hay que entender que el cambio institucional se planifica y se gestiona, por lo que los discursos no son suficientes. Cambiar es transformar en los hechos, es negar la realidad existente, es sustituir lo viejo con lo nuevo, procurando que lo nuevo sea mejor; en consecuencia, cambiar en las instituciones públicas significa cambiar la estrategia, cambiar las estructuras y métodos de trabajo, cambiar la mentalidad de quienes las componen y las lideran, cambiar es alinear la praxis con la teoría.
Para transformar debemos estar convencidos de que el cambio es necesario y estar dispuestos a cambiar, hay que tener la denominada conciencia de cambio, pues el cambio más profundo, importante y necesario es aquel que empieza dentro de uno mismo, ya que las personas, en tanto agentes del cambio, lo impulsan; no se puede pretender que los demás y las instituciones cambien, si primero no cambiamos nosotros, pues el cambio debe demostrarse haciendo las cosas de manera distinta e irradiar así las acciones de otros, de lo contrario, como afirmó Albert Einstein, seguiremos obteniendo los mismos resultados que rechazamos en el discurso y que justifican el cambio.
Luego de que están dadas las condiciones objetivas y subjetivas para el cambio, entonces, y para obtener el máximo de resultados, lo convertimos en proceso, y entran en escena las diversas teorías que sobre el cambio, en un contexto de reforma y modernización, han sido enarboladas y desarrolladas históricamente, tales como: estrategias para el cambio, ciudadanía y cambio, recursos para el cambio, liderazgo que hace posible el cambio, planificación del cambio, cultura organizacional, gestión del cambio, evaluación e impacto de los resultados del cambio, y otras.
El cambio natural se da al margen de la voluntad humana, pero para que el cambio institucional ocurra la voluntad humana es determinante, es por ello que la transformación de la Administración Pública requiere que quienes sirven en ella cambien su forma de ver y hacer las cosas, renegando de todo lo incorrecto, de toda práctica corrupta: violación de normas y procedimientos, autoritarismo, personalismo, clientelismo, opacidad, uso indebido de bienes públicos, enriquecimiento ilícito…; ese es el verdadero cambio, rechazar con los hechos todo lo que está mal. De acuerdo con el novelista francés Marcel Proust, “aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia”.
Es cierto que el cambio genera resistencia en quienes se benefician del estado de situación vigente y en quienes no conocen ni entienden la razón ni la estrategia para cambiar, pero también es cierto que la resistencia al cambio es tan natural como la necesidad de cambiar y el cambio mismo, por ello también esa resistencia debe gestionada de forma correcta. Aquí es donde se pone a prueba el liderazgo institucional y la calidad moral que acompaña los procesos, pues es necesario tomar en cuenta que, así como existen muchas razones para hacer el cambio, habrá personas que tendrán algunas razones para no hacerlo.
¡Cuidado! Cambiar es algo más que pregonar, es algo más que retórica, cambiar es hacer las cosas de forma diferente, nuevos métodos, nuevos valores, nueva práctica administrativa, mejores resultados; para el cambio en las instituciones públicas se precisa del compromiso firme de todos los que ocupan cargos públicos, especialmente de los altos cargos, y de todos los actores sociales. El cambio se dice, fundamentalmente, haciendo. La consigna aceptable es cambiar nosotros mismos, cambiar las instituciones, para cambiar la sociedad.
Nuestras instituciones lucen enfermas. No debemos dejar de lado la dimensión ética y pedagógica del cambio institucional profundo, el que se profesa con el ejemplo, el que no deja espacio para las dudas, el que modifica y transforma el estado de las cosas que cuestionamos, el que nos aleja de prácticas dañosas del pasado, el que aproxima cada vez más las instituciones a la gente, el cambio que aporta, en definitiva, a la recuperación de la confianza de la ciudadanía en los gobernantes.
¡Apostemos y construyamos el cambio que haga cambiar las instituciones públicas! En nuestro fuero interno, todos sabemos cómo hacerlo, solo hagámoslo.