Gregorio Montero
La legalidad o juridicidad es uno de los principios centrales del funcionamiento de la Administración Pública, el cual se sustenta en el criterio de que todas las actuaciones de los entes, órganos y funcionarios públicos deben ceñirse al mandato de la ley o del ordenamiento jurídico en sentido amplio.
En el mismo orden, surge y se desarrolla el concepto de las potestades regladas, el cual alude a aquellas actividades de los entes y órganos que se encuentran precisadas y consagradas de forma taxativa en las normas vigentes, y que condicionan y determinan la actuación y la conducta de los funcionarios públicos; con esto se concreta el denominado acto administrativo reglado, de gran interés para la doctrina y el Derecho Administrativo.
En paralelo a este principio y conceptos citados, la doctrina se ha encargado de estudiar y desarrollar el denominado criterio de discrecionalidad administrativa, el cual ha generado históricamente muchas controversias, y las sigue generando, toda vez que algunos entienden que entra en contradicción con el principio de legalidad, y que incluso puede significar un cuerpo extraño en el Estado de Derecho. No obstante, el Derecho positivo, aunque no sin dificultades, ha venido trabajando la discrecionalidad administrativa como una figura jurídica de suma importancia, con el mayor cuidado posible, a fin de mitigar las controversias y evitar que se convierta en un escollo para el principio de juridicidad y el acto administrativo reglado, los que constituyen, sin duda alguna, pilares en los que se sustenta la seguridad jurídica.
La discrecionalidad administrativa es estudiada como la potestad que habilita a las instituciones y a las autoridades públicas para actuar con relativa libertad, y tomar decisiones que no les están pautadas de forma expresa en la norma, o decidir escogiendo de forma libre entre dos o más opciones que esta les presenta, todas conforme al derecho; la actuación discrecional permite a los funcionarios, al actuar en el uso de sus facultades legales, aplicar criterios que emanan de su íntima convicción.
Pero, es importante tener en cuenta que esta potestad discrecional debe ejercerse, principalmente, en el marco de las competencias y atribuciones legales asignadas, observando el ordenamiento jurídico vigente y atendiendo al interés general; podríamos decir que estas son condicionantes intrínsecas de la discrecionalidad administrativa, la que a fin de cuenta no resulta tan discrecional.
Como se puede colegir, la discrecionalidad con la que puede actuar la Administración Pública tiene sus límites, y de manera específica los encuentra en los principios de legalidad, interés general, eficiencia y racionalidad administrativa; en tal sentido, no se puede confundir discrecionalidad con arbitrariedad y autoritarismo. Esta se reconoce con el objetivo de que los entes y órganos públicos actúen en pro del cumplimiento de los fines del Estado, por lo que se admite que, en aras de ellos, algunos razonamientos de derecho sean soslayados momentáneamente; la discrecionalidad administrativa, para justificarse en los hechos, debe atender siempre a la satisfacción de los derechos fundamentales y a la prestación adecuada y oportuna de los servicios públicos, nunca deberá responder a intereses particulares.
Pese a tratarse de una potestad discrecional, es decir, que no está expresamente consignada en las leyes, o que estas dejan a las autoridades un margen de libertad de apreciación y para obrar, los actos administrativos discrecionales deben encontrar justificación y ser debidamente motivados.
La justificación está dada por la necesidad de cumplir con los fines del Estado, e incluso, por un determinismo conceptual de la Administración Pública, pues esta no debe encontrar motivos para detenerse, no debe dejar de funcionar nunca, independientemente de las imprecisiones, contradicciones y vacíos normativos; en este escenario entra también en acción la potestad discrecional, tratando de suplir dichas falencias y de no dejar a los ciudadanos en estado de desamparo o indefensión.
Además, igual los actos administrativos reglados, los actos administrativos discrecionales deben ser motivados, incluso con una mayor precisión y racionalidad, si se quiere, procurando exponer y argumentar las situaciones de hecho y de derecho que mueven a la autoridad actuante a decantarse por una determinada posición y decisión, siendo consciente de que se le presentan varias opciones, en distintos sentidos.
Resulta crucial exponer de forma convincente las ponderaciones jurídicas, técnicas y administrativas que sustentan que una solución, fundada en poderes discrecionales, se haya encaminado en tal dirección, y no en otra, demostrando que la opción tomada cumple con las exigencias de interés general, legalidad, objetividad y buena administración.
En el supuesto de que no se tuviere garantía del cumplimiento de las exigencias externadas en el párrafo anterior, tanto la doctrina como el Derecho Administrativo reconocen la actividad de control sobre los actos administrativos discrecionales, contexto en el cual tienen vigencia los sistemas y mecanismos de control administrativos y financieros del Estado, por vía de las auditorías internas y externas, así como a través de los recursos administrativos y de aquellos que hacen parte del control jurisdiccional. Este último, el control judicial, está en estrecha relación con la salvaguarda del Estado de Derecho y de Justicia, de los intereses colectivos y de la seguridad jurídica de los administrados, a quienes, bajos los dictados del Contrato Social, procura proteger de los actos arbitrarios de las autoridades administrativas, muchas veces disfrazados de actos discrecionales.
El ordenamiento jurídico dominicano, aunque no manifiesta un desarrollo adecuado respecto de la temática, reconoce ciertos ámbitos de discrecionalidad administrativa; por ejemplo, en cuanto a la función pública, la Constitución de la República y la Ley No. 41-08 establecen que determinados funcionarios y servidores públicos pueden ser designados y removidos por la autoridad competente, de manera discrecional; también, dicha ley reconoce a la autoridad sancionadora potestad discrecional para aplicar circunstancias atenuantes y agravantes, según corresponda, a los servidores públicos que estén siendo procesados disciplinariamente, de conformidad con los criterios que ella misma fija; de la misma manera, se reconoce potestad similar en relación con el otorgamiento de licencias sin disfrute de salario a los servidores públicos.
Además, se entregan potestades discrecionales a determinadas autoridades públicas relacionadas con otras actividades administrativas, tales como protección y ayudas sociales, exenciones fiscales, otorgamiento de licencias y autorizaciones, alianzas público-privadas, entre otras, diseminadas en el sistema normativo que rige la Administración Pública.
Estamos seguros de que con el paso del tiempo la doctrina y la jurisprudencia irán perfilando esta importante figura jurídica, lo que contribuirá a su perfeccionamiento en el Derecho Administrativo y en la praxis administrativa. Esto redundará a su vez en un buen uso de la figura, con miras a proporcionar soluciones acertadas, oportunas y legítimas, en materia de gestión pública.
Por todo lo dicho, no cabe duda, la fuente del poder discrecional es la ley, y este poder suele aparecer, precisamente, allí donde no llega la norma específica, donde ella es confusa, donde hay un déficit normativo, donde el legislador presenta más de una opción para decidir, pues, pese a todo ello, los entes y órganos de la Administración Pública deben seguir su curso para garantizar eficiencia en la ejecución de las políticas y la prestación de los servicios, y resolver problemas públicos, en definitiva, para cumplir con el rol del Estado.
Agregamos que, hoy día, hay que entender que la discrecionalidad administrativa es tan importante y útil que, incluso, puede ser aprovechada como una oportunidad para la innovación en la gestión pública, siempre que no se desvíe de la legalidad y del interés general